Un agradecido adiós al Maestro Francisco Montbrun
Fecha de recepción: 28/05/2007
Fecha de aceptación:
28/05/2007
Cuando se está alrededor de los 17 ó 18 años de edad y se ingresa al estudio de una carrera difícil que implica serios compromisos en razón de su alta exigencia, como es Medicina, siendo uno portador de sueños y aspiraciones concretas, de expectativas y preocupaciones, de certezas pero también y sobre todo de incertidumbres, viene a ser una circunstancia afortunada y de la más elevada significación en su esencia inspiradora, tener un profesor como lo fue Francisco Montbrun.
Cada tarde de clase los estudiantes agrupados a las puertas del Instituto Anatómico lo veíamos llegar en su carro, puntual, y elegante en el atuendo, el porte, los gestos y el saludo; minutos después aparecía con su característica bata marrón y en la mano una caja de madera que hacía de estuche a sus tizas de colores. Entraba al auditorio y daba inicio a su deslumbrante despliegue de dibujos del cuerpo humano, suerte de milagro salido de sus manos y plasmado en la superficie de la pizarra verde, para asombro y admiración estudiantiles, e incluso un estímulo a la fantasía de alguno de sus alumnos con inclinaciones artísticas unidas a la vocación médica, y que tal vez en lo más profundo de sí aspirara a llegar a parecérsele en algo, aunque ello tuviera más de ilusión que de factibilidad de un logro.
Es también motivo de respetuoso tributo al Maestro, que lo referido a ese joven que comienza en la Facultad de Medicina asistiendo a las clases de Anatomía, sea aplicable en iguales términos admirativos y quizás en un grado mayor -por la madurez que el ahora egresado adquiriera al paso del tiempo- a quienes son sus discípulos de postgrado, o docentes de una cátedra bajo su conducción, o médicos incorporados a un servicio hospitalario dirigido por él.
Lo cual explica la genuina tristeza sentida y traducida en sendas oraciones fúnebres por el Presidente de la Academia Nacional de Medicina y el Vicepresidente de la Sociedad Venezolana de Cirugía; en las numerosas y conmovidas evocaciones de su trayectoria académica, escuchadas en el acto del sepelio; así como en la entrañable aflicción de quienes tenemos a honra decir que fuimos alumnos suyos, en el aula, junto al enfermo en las salas de un hospital, en quirófanos ennoblecidos por sus extraordinarias dotes quirúrgicas, o en la cercanía de su calidez humana y su pasión docente.
Ildemaro Torres / mayo 2007
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