Jacinto Convit: el lado humano de la medicina
Huellas que trascienden en el tiempo
Quizá
no imaginaba Convit que el cumplimiento de su deber lo colocaría en
el camino del matrimonio. Así, en 1937, en su internado en el Puesto
de Socorro, en las periferias del centro de Caracas, conoció a Rafaela
Marotta D’Onofrio, con quien se casó 10 años después,
el 1° de febrero de 1947. De esta unión, nacieron cuatro hijos:
Francisco (1948), Oscar (1949), y los gemelos Antonio y Rafael (1952).
Con Rafaela, quien lo
acompaña en sus viajes y apoya en sus proyectos, a quien describe como
“cariñosa, una madre abnegada y apasionada, un modelo de mujer
que ya no hay”, ha tratado de sembrar en sus hijos el amor al trabajo
y a la naturaleza. Los frutos son ostensibles. Antonio es psiquiatra y Rafael
es cirujano plástico, y viven en Estados Unidos, donde trabajan en
el Manhattan Psychiatric Center, y en el Washington Hospital de la Universidad
de Washington, respectivamente. Oscar, quien murió en un accidente
de tránsito, se graduó de economista administrador en Houston
University, al igual que Francisco. Este último, es el único
que vive en el país y tiene una finca donde cría caballos. La
tristeza se evidencia cuando menciona a sus nietos, cuatro en total, que están
fuera del país.
Sin embargo, el legado
de Convit no se reduce a su prole, que bien heredó su pasión
por lo que han elegido como vocación. Pues, como bien señala
Félix Tapia, inmunólogo, el Instituto de Biomedicina de Caracas
“es la gran obra del médico y su verdadero legado al país,
más allá del descubrimiento de la vacuna”.
Tras una vida prolífica,
a los 90 años, este médico sostiene con vehemencia que no está
cansado. Su único anhelo es continuar con el trabajo y preservar aquello
que han conseguido, en el aspecto humano y material. De tal modo, resalta
entre sus mayores logros el equipo de personas con las que cuenta, quienes
han mostrado un alto nivel de compromiso con la medicina y con la comunidad.
Esto, asegura, le proporciona la tranquilidad necesaria para que el asomo
de la muerte no resulte abrumadora. Que, ¿si le teme a la muerte?.
Afirma que no, pues esta es una manifestación de la democracia, pues
llega a todos por igual. Él se autodefine como un demócrata
por naturaleza.
Este punto coincide con
la apreciación de Magali Ramírez, una de sus secretarias, quien
le conoce desde hace más de 15 años. Ella, no sin algo de timidez,
confiesa que de él ha aprendido la disciplina y el amor por el trabajo;
y - aunque resulta difícil definir en pocas palabras
cuáles son sus mayores virtudes - se atreve a señalar que “el
doctor es incansable, es alguien que no se rinde nunca, siempre tiene algún
proyecto y no está pensando en las dificultades sino en las ventajas
que pueden alcanzarse”.
Aunque su
labor haya sido ardua, Convit no ha dejado de lado su afición de hacer
actividades al aire libre, aunque éste ya no sea tan puro como antes.
Además, de un tiempo a esta parte, el estudio de la filosofía
capta su interés, quizá porque la búsqueda de respuestas
no ha cesado para quien ve con pláceme la importancia que ha cobrado
la defensa de los derechos humanos. “No hay nada como luchar por el bienestar
del hombre. El ser humano necesita sentirse respetado, tener autonomía
y poder participar de forma activa en todas las actividades que lo rodean. Cuando
las personas sienten que tienen voz y voto en su propia vida, están más
felices”.2
Quien tiene
tales inclinaciones, que sin rayar en la filantropía han marcado su existencia,
señala que, cree en Dios, pero desde una óptica personal: este
no está en el firmamento, distante del hombre, sino muy a su lado permanentemente.
Convit,
el médico humanista y padre de familia, se perfila como un hombre que,
sin autodefinirse como un soñador, pudo darle esperanzas a quienes tenían
sus vidas sumidas en una pesadilla, producto de dos males voraces: la lepra
y los prejuicios. |