Julio-Septiembre 2011 47
ISSN 1317-987X
 
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Casos Clínicos
 





La violencia y sus efectos

J y su “sadismo”

J, había comenzado a fallar en el colegio; se mostraba desmotivado respecto a los estudios y pese a poseer una aguda inteligencia y amplia curiosidad intelectual, empezó a obtener bajas calificaciones, a portarse mal en clase (pararse de la silla, hablar, no prestar atención, hacer “payaserías”) y pelearse con algunos de sus compañeros.
Hijo único de padres divorciados desde sus tres años, vive con la madre y los abuelos maternos, quienes se encargan de él hasta que su madre llega del trabajo en la noche justo para cenar, revisar las tareas y dormir. Todas las noches se pasa a la cama de ésta y ella lo deja porque “ni lo siente”. Al padre sólo lo ve en Navidad, pero ello “no es un problema“ para él, asevera.
Los primeros meses del tratamiento solía acudir con entusiasmo a las sesiones y hablaba con fluidez, soltura y elocuentemente de sus miedos por demás “justificados” ya que por su casa habían ocurrido muchos robos, de los cuales ellos mismos habían sido víctimas pocos meses antes de comenzar la terapia.
Le gustaba hablar y subestimaba el uso de materiales para jugar, se acostaba en el diván y dramatizaba sesiones como si de un paciente adulto se tratara. Preguntaba sobre la técnica, la teoría en la que me apoyo, la duración del tratamiento, etc. preguntas todas que yo recibía con atención y que eran selectivamente respondidas por mí al tiempo que otras fueron interpretadas como un deseo, no reconocido, de saber de sí y que era transformado intelectualizadoramente.
Esta estrategia me permitió ayudarlo a resolver su inhibición intelectual y aceptar una parte infantil, descalificada y maltratada por él mismo que emergía de manera sintomática en sus miedos, su comportamiento disruptivo, su fracaso escolar y su imposibilidad de dormir solo.
Una vez instalada la transferencia positiva y la confianza en la terapia y en mí, J comenzó a jugar. Escogió al principio, casi monotemáticamente, unos guantes de boxeo con los que, luego de romper algunas resistencias, derrotaba y vencía sin piedad al padre o al novio de la madre representados por mí. Siempre se cuidaba de aclararme que era “en juego” que me daba una paliza descomunal hasta dejarme rendida y a veces muerta en el ring. Literalmente knock-out!!...
Pudo con este juego admitir y reconocer tanto su odio al padre como sus celos hacia el novio de la madre y, al sentirse comprendido y aceptado por mí, comenzó a jugar a los secretos, probándome continuamente en mi promesa de confidencialidad.
Este juego consistía en alternarnos con un taco de madera el turno para confiarnos, una a una, verdades íntimas y secretas y que nadie, absolutamente, siquiera sospechaba. Me confesó en susurros “soy un adicto a la pornografía”, que solía masturbarse contemplando por TV o Internet escenas de orgías y sadomasoquismo y por último que definitivamente era un “sádico” porque “disfrutaba” el ver “maltratar animales”.Todo esto fue comunicado con total naturalidad, sin incomodarse ni exhibir la mas mínima emoción, pero consciente de que era una información que debía mantenerse en secreto.
No pude dejar de preguntarle con genuino interés en conocer su motivación “¿Por qué y para qué me lo contó?”, ya que al parecer no eran temas que generaran malestar, preocupación o angustia en él.
“Sencillamente eres mi psicóloga y debes saber todo de mí, ése soy yo: ¡un sádico!”.
.El juego continuó desarrollándose dentro de la misma tónica, con interpretaciones referidas al aspecto defensivo de tal convicción con el objeto de dominar sus miedos a “otros” vividos como más poderosos, más sádicos y malos que él.
Seguía el despliegue detallado y exhibicionista de sus “preferencias sexuales” y sus inclinaciones al maltrato, las cuales, sin embargo, solo ocurrían en sus fantasías, hasta que finalmente, después de haberme paseado del susto al hastío, haciendo uso de mi contratransferencia y tomando estas comunicaciones como productos sintomáticos más que como configuraciones perversas propiamente dichas, le interpreté su deseo de asustarme y dominarme con su supuesto sadismo al mostrarse ante mí como un hombre grande con una sexualidad muy activa y potente. En otra ocasión también le señalé su deseo erótico hacia mí y su intento de provocarme y excitarme -inútilmente- porque él era un niño y yo una mujer adulta: “eso aquí no va a pasar”, le dije suave pero firmemente.
A partir de entonces, el juego y el contenido de los mismos cambiaron. Empezó a jugar con carritos, hacía competencias mientras seguía utilizando la palabra para relatarme lo que sucedía en su vida. Paralelamente, sus síntomas mejoraban notablemente pero aún persistía su necesidad de dormir con la madre. Supe entonces que ambos se bañaban a veces juntos y que no tenían ningún inconveniente en desnudarse uno ante el otro, con lo cual alimentaba su fantasía de que con su madre “eso si podía pasar”: en la cama, en el baño……
Una indicación a la madre modificó esta situación y junto con el trabajo terapéutico que seguimos realizando, J comenzó a dormir solo en su cuarto y “olvidarse” de los ladrones.


La violencia y sus efectos
Introducción
J y su “sadismo”
Las inhibiciones de M
Una reflexión
Referencias

NOTA: Toda la información que se brinda en este artículo es de carácter investigativo y con fines académicos y de actualización para estudiantes y profesionales de la salud. En ningún caso es de carácter general ni sustituye el asesoramiento de un médico. Ante cualquier duda que pueda tener sobre su estado de salud, consulte con su médico o especialista.





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