Julio-Septiembre 2011 47
ISSN 1317-987X
 
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Casos Clínicos
 





La violencia y sus efectos

Las inhibiciones de M

Por su parte M, agobiado por los miedos, se mantenía inhibido en casi todas las áreas. El ladrido de su perro era el anuncio seguro de ladrones que entraban a su casa, lo cual lo hacía mantenerse en alerta casi todas las noches sin lograr conciliar el sueño en las horas apropiadas, ni mantenerse dormido de manera apacible.
Su ansiedad generalizada entorpecía sus relaciones en general y con sus padres en particular, a los que había introyectado como severos, exigentes y punitivos, especialmente a la madre, con quien había establecido, retaliativamente, un trato descalificatorio y despótico.
Aprensivo, con bajísima autoestima, venía perdiendo los espacios en los que antiguamente se había destacado (como los deportes) y, aunque su rendimiento académico era óptimo, siempre sentía el rigor y la angustia anticipatoria de un fracaso que solo existía en su imaginación. Al mismo tiempo, se había producido un marcado retraimiento social durante el último año y supe por los padres que prácticamente se había quedado sin amigos; estaba muy solo en los recreos, no recibía invitaciones a cumpleaños y al parecer era objeto de burlas por parte de algunos compañeros.
Mientras al padre le preocupaba su vulnerabilidad, su llanto fácil y dificultad para defenderse, la madre se quejaba de su excesiva demanda, su competencia con el hermano menor por la atención de ella, sus rabietas y su estrés permanente.
M todo lo negaba, racionalizaba sus miedos a los ladrones “en una ciudad como Caracas” e intentaba convencerme de su confianza en sí mismo y de su éxito y superioridad en todo, “yo no tengo ningún problema, los problemas los tienen ellos”, refiriéndose a los padres (en parte con razón, como suele suceder).
La rápida transferencia positiva me permitió establecer un trabajo interpretativo sin mayores resistencias de su parte, jugaba con facilidad y poco a poco se iban ablandando sus defensas, comunicándome con espontaneidad sus dificultades sociales, su temor al rechazo, sus sentimientos de minusvalía y su rabia a la madre por sentirla indiferente, ausente, sin tiempo para él: “no me quiere, es como si le estorbara”, afirmaba con un dolor que yo podía sentir como propio.
La madre, desesperada, me pedía ayuda por el comportamiento cada vez más hostil de M hacia ella, pero le costaba entender las necesidades insatisfechas de éste, escudándose rígidamente en la falta de tiempo para compartir con sus hijos ya que “ella sola tenía que encargarse de todo en la casa”. Lucía siempre cansada y sobrecargada, el padre tampoco se percibía muy feliz. No compartían ni se distraían mucho y, al igual que M, como se les señaló, también vivían con ansiedad y, casi exclusivamente, para la obligación y el trabajo; el placer era una abstracción para todos, excepto en verano cuando se daban el permiso de vacacionar.
Transcurrían las sesiones sin tropiezos, hasta que un día M advirtió en el consultorio la presencia de una revista-cuento de educación sexual para niños relativa al origen de los bebés, la fecundación y el alumbramiento .Este hallazgo le causó un verdadero shock: me reclamó, me llamó inmoral, lloró, qué cómo yo tenía allí esa “pornografía para niños , qué cuánto falta para que se termine la hora, qué me voy, qué no aguanto más, bota ese cuento, qué asco, estás loca, voy a hacer pipí, qué no vuelvo más…….”
Sorprendida ante su reacción en apariencia exagerada pero por supuesto ya en sobre aviso respecto a la fuente de su angustia, intenté aproximarle, en vano, la temática sexual como causa de sus miedos.
Pude saber en las siguientes sesiones que se masturbaba desde pequeño y que esto le ocasionaba una tensión permanente; la costumbre de frotarse los nudillos incesantemente hasta causarse unos callos en la mano derecha, pude comprenderla entonces a la luz de estas revelaciones y señalárselo.
Progresivamente se fue acercando a la revista hasta convertir la lectura de la misma en su actividad favorita en las sesiones. Los padres referían una mejoría en general, pero su autoestima continuaba disminuida, al extremo de identificarse con la madre en todo aquello que solía reprocharle: se sentía “bruto, feo, pobre” y, aunque de tez blanca y cabellos dorados, al momento de llenar la ficha de inscripción para el campamento de verano al que iría en USA, para asombro de los padres, colocó “afroamericano” en la casilla designada para la raza. No me pregunten por qué la pregunta o su importancia, y si tal cosa “afroamericana” existe como raza, al parecer para esa sociedad lo es. Lo cierto es que esto le sirvió a M para seguir exteriorizando sus complejos y la imagen desvalorizada de sí. Se fue con miedo al campamento y con la certeza de que le iba a ir “fatal”, y aunque la realidad pareció otra cosa a todos, se empeñó en transformarla en una experiencia no muy gratificante.
Luego de unas largas vacaciones de dos meses y medio, entre las suyas y las mías, las resistencias y transferencia negativa no se hicieron esperar. No quería ir a las sesiones, sus síntomas recrudecieron y su descalificación se volcó sobre la terapia y sobre mí: “estoy peor que antes….esto no sirve para nada….a mi mamá le gusta gastar plata…esto me quita tiempo para estudiar…estaría mejor si toco batería en vez de venir aquí….tú no me ayudas nada…”. Entramos en un momento de impasse difícil de desmontar que me llevó en ciertos momentos a pensar en referirlo y creer, verdaderamente que yo no lo entendía, que no podía ayudarlo, y que tal vez lo mas idóneo era que lo atendiera un terapeuta hombre, cuando en general dudo de la importancia del género del analista en la conducción del análisis.
Al percatarme de las violentas identificaciones proyectivas de las que era objeto pude rescatarme y recuperar el pulso de las sesiones. Pude entender lo asustado que estaba al pensar que había perdido su lugar y el uso de la denigración como mecanismo para defenderse de la angustia frente a la posible pérdida del objeto de amor. Le señalé que se hacía echar, que se quedaba fuera cuando quería en realidad otra cosa porque no sabía bien quién era ni para él ni para los demás. Le dije enfáticamente que yo sí lo podía y quería ayudar como lo ayudé cuando estaba pequeño pero que él debía permitirlo, “ambos podemos juntos”, con una certeza en la transferencia que no dejaba margen para la duda o el ataque.
Reducida así la transferencia negativa, comenzó a enseñarme todas las cosas que había venido aprendiendo últimamente acerca de política venezolana y estadounidense y sobre todo de historia, las maravillas del mundo “las viejas y las nuevas; pero no sé muy bien cuáles son las nuevas, buscaré”. Hablaba en lo latente de su propia historia, su división política entre el viejo M y el nuevo al que tiene que buscar y encontrar para conocer la maravilla de crecer.
Mis dos niños, vulnerables ambos, expuestos, tomados por tánatos de lado y lado (adentro y afuera), ordenaron sus peculiares modos de lidiar con lo pulsional. Narciso y Edipo hicieron lo suyo, J y M han caído en sus redes, a una edad, en la que aún en construcción (aunque lo estamos siempre!), ya no hay retorno sino recuperación y reparación. La estructuración psíquica ha sido anclada y el superyó es uno de sus resultados.
En ambos casos son evidentes las deficiencias narcisísticas, pero los estragos de la angustia son distintos y tiñen de un modo singular sus travesías edípicas.
El complejo de castración, con su angustia concomitante, actúa como un operador psíquico que organiza al sujeto y lo estructura en forma definitiva respecto a su deseo. Así, el sujeto neurótico pasa de ser “todo” para la madre a renunciar a esa posición, quedando vacilante y en búsqueda perpetua de la ilusión de completud perdida. La ilusión de conseguirla alguna vez, en otros objetos, fuera de la madre pero que remiten a ella y resignifican un momento y encuentro míticos, lo introduce en el orden simbólico y lo coloca dentro del campo y la dialéctica de la neurosis.
En los casos que he presentado, la neurosis ha sido la salida edípica, pero ambos niños han sido presas de fuerzas pulsionales y angustias tempranas que no encontraron un tercero que ejerciera la función paterna necesaria para la solución del atrapamiento materno. El tamiz de la represión no ha sido del todo eficiente y el síntoma se ha coronado en un protagonismo que no le corresponde.
He podido comprobar en la clínica con niños, el imprescindible papel de la madre en la introducción del tercero en tanto objeto de su deseo. Pero en la tríada, el padre también debe sentir el deseo de figurar y hacer presencia en la dupla.
En los casos presentados, este otro paterno, instaurador de la ley que rompe la fusión narcisística, especular, con la madre, adviene con debilidad tanto en la palabra de ambas madres como en los ámbitos de intercambio reales de éstos con sus hijos.
Ellas fallan en su capacidad de primero, narcisizar y luego, de separarse simbólicamente de sus hijos. Son madres con claras dificultades para “sentir” verdaderamente a sus hijos; el sentimiento materno ha estado en entredicho y en sus conductas, exhiben una performance mecánica y pobremente aprendida de una maternidad definida más por la acción que por la identificación con una función.




Continua: Una reflexión

La violencia y sus efectos
Introducción
J y su “sadismo”
Las inhibiciones de M
Una reflexión
Referencias

NOTA: Toda la información que se brinda en este artículo es de carácter investigativo y con fines académicos y de actualización para estudiantes y profesionales de la salud. En ningún caso es de carácter general ni sustituye el asesoramiento de un médico. Ante cualquier duda que pueda tener sobre su estado de salud, consulte con su médico o especialista.





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